Canción del mes de MARZO 2024: "QUIERO SABER TODO DE TI"

28 de febrero de 2019

Hernaldo Zúñiga: “Cada muerto me duele como si fuera mi hermano”




Hernaldo Zúñiga conoce cada detalle del horror que ha desgarrado a Nicaragua desde abril de 2018, y sabe que durante las manifestaciones contra la dictadura miles corearon en las calles de Managua “Se van, se van, se van para siempre… Se van, se van, se van ¡a la mierda ya!”, su composición más política, que ahora es vista como profética.

Surgió la canción de los horrores que él mismo presenció a lo largo de su vida, desde su niñez en la Nicaragua de Somoza, cuando vio cómo un guardia mataba a un niño de un disparo mientras el pequeño se subía a la malla del Estadio Nacional, en Managua, para ver un partido de béisbol. Aquel día Hernaldo había asistido con su padre. La escena nunca se le borró. Pero también la canción se inspira en el terror infligido por las dictaduras de Chile y Argentina ––países donde vivió–– y en el régimen de Alberto Fujimori en el Perú, personaje siniestro que para Zúñiga inauguró las dictaduras no militares en América Latina, de las que forma parte la de Ortega en Nicaragua.

“No tengo un sentimiento patronímico de mi obra” ––responde cuando le pregunto qué sintió al ver Se van usada como himno de protesta contra Ortega––. “Siempre he tenido la sensación de que es otra persona la que hace esas canciones. Sonará un poco demagógico lo que te voy a decir, pero te pido que me des la licencia de creerme: Tengo la sensación de que mis canciones son de quienes las cantan y que pertenecen al pueblo. El ‘no hay más venganza que la paz’ ––una estrofa de Se van––, es de esos hallazgos que al encontrarlos te tiras besitos en el espejo, pero a la vez dices: “Es que esto no lo hice yo, me ha venido dado, yo solo soy un instrumento”. Pero sí, sentí la satisfacción de la utilidad hermosa de una obra musical, en donde hay una identificación, que haya sido usada como bandera de las ansias de libertad y democracia de un país. Honra a la canción y por lo que me pueda tocar, me honra, por supuesto. Para mí es una de las canciones más logradas en mi obra”.

Nos encontramos el lunes ––después de acordar la cita con su representante, Tulio, desde Chile–– en el Café O de Lomas de Chapultepec, un barrio de la Ciudad de México donde viven los más afortunados, a los que el presidente de este país, Andrés Manuel López Obrador, llama los fifí, los ricos, de quienes desconfía tanto como ellos de él. En el jardín de entrada del café ––un espacioso y fino lugar donde los meseros están prestos al menor movimiento de sus clientes para acercarse a preguntar si necesitan algo–– espera con un capuchino sobre la mesa. Sonríe ante las disculpas por el retraso. Coincide en que en México ––si no estás acostumbrado al ritmo vertiginoso de la ciudad–– siempre es difícil calcular los tiempos para llegar a una cita. Aquí todos corren. Aquí todo es deprisa. Aquí cada minuto perdido se traduce en dinero perdido. Pero en el Café O el tiempo se detiene. Hay suave música de fondo y el rumor de las conversaciones se confunde con el retumbar de la música de un artista callejero que pasa al lado del café, lo que a Zúñiga le recuerda una escena de “Roma”, la película de Cuarón. Pide que nos aparten una mesa en la planta alta, porque en esta está “muy expuesto” y antes de comenzar la plática ordena una tostada de pan pequeña, con una rodaja de tomate y la botella de aceite de oliva y sal para él mismo preparársela a su gusto. La conversación durará dos horas, en las que hablaremos de su música, la Masaya de su niñez y la crisis de Nicaragua, un país que ––dice–– le duele tanto que lo mantiene “atorado” en su producción artística. Nicaragua lo atormenta. Las opiniones sobre este país van del pesimismo por su historia de sangre y muertos hasta la emoción por su cultura y gente.

Lanza frases como “Nicaragua es la anatomía de un fracaso” o elogios cargados de afecto como “Masaya es una suerte de Florencia en América”, en referencia al folclore de esa ciudad rebelde, castigada por la dictadura de Daniel Ortega. El dictador, aunque menos, también está presente en la plática: Zúñiga esquiva hablar directamente de él o al menos se rehúsa a emitir opiniones más duras, como otros intelectuales nicaragüenses. También están presentes las madres que perdieron a sus hijos por la represión. Al mencionarlas, Zúñiga se emociona. Tendrá que componer, dice, la canción que sea la oda de la rebelión que volvió a poner a Nicaragua en la portada de los diarios del mundo.

Mientras subimos a la segunda planta la gente que lo ve, lo reconoce y saluda. Y él responde el saludo con una frase amable y una sonrisa. Sin duda es un hombre guapo. Aparenta menos años de los 63 que lleva a cuestas. Es delgado, pero fibroso. Lleva suelta su cabellera larga y fina, de la que aparecen algunas canas. Tiene un rostro fresco, a pesar de las arrugas que asoman alrededor de sus ojos. Es relajado, de caminar pausado, con elegancia. Viste una camisa de mezclilla y unos pantalones holgados, que lleva sin cinturón, y bolso de cuero atravesado al hombro. Tiene el atractivo de un trovador de la vieja escuela. De aquellos que, guitarra al hombro, sacaban suspiros de sus seguidoras mientras hacían la revolución. Y Hernaldo Zúñiga los saca a montones. La gente se ha enamorado y ha curado sus heridas de amor con canciones como No tengo más patria que tu corazón, Procuro olvidarte o Cómo te va, mi amor.

A diferencia de otros artistas nicaragüenses, cuya producción musical en su mayoría está comprometida con los cambios sociales, Zúñiga se ha comprometido con los sentimientos. Y su música se cuela por las venas, a veces como un chute de adrenalina al encontrar el amor ––como cuando canta que “hallarte fue un gozo, mi mapa cambió”––, o un grito que expone el sufrimiento, las penas de un amor perdido ––“y llega la noche y de nuevo comprendo que te necesito”––. Ese canto a los sentimientos, la dulce caricia de sus letras, no lo aleja, sin embargo, de la política. Sigue de cerca los acontecimientos. Ha visto los videos de la represión de Ortega. Dice que está a favor de la gente que legítimamente pide libertad. Que está a favor de los desaparecidos, los presos políticos, los exiliados, de la defensa de los derechos humanos y de una salida negociada a la crisis que desangra Nicaragua y que amenaza con lanzar al despeñadero su frágil economía.

¿Cómo te ha afectado lo ocurrido en Nicaragua desde abril?

Muchísimo. Muchísimo. Cada muerto me ha dolido como si fuera un hermano mío. Y cada herido y cada preso político. Es una mezcla de decepción, frustraciones. Lo he vivido con una intensidad muy particular. Me ha producido muchos problemas de orden emocional, creativos, en mi trabajo estoy muy afectado. Además de sentir que uno puede hacer poco. Una vez más la vida me ha puesto como un testigo protagonista de esa tragedia, de esa crisis tan compleja, tan complicada. Me duele Nicaragua. Mucho. Nicaragua en el fondo es un dolor que siempre ha estado ahí.

¿Qué opinás de Daniel Ortega?

Lo he conocido muy por encima. No tengo una opinión, porque no he tenido mucho acceso a él. Además, nunca ha sido una persona que me haya interesado. Me parecían mucho más interesantes otras personas que eran protagonistas de aquel proyecto (Revolución Sandinista). Entiendo que Daniel ha sido un político muy sagaz, que ha operado siempre en la segunda fila de la acción, pero que desde el año 1979 ha estado en el poder. ¡Cuarenta años! Es más que obvio que estoy muy lejos de un político con esos resultados. Nicaragua es la anatomía de un fracaso. Es un fracaso social, es un fracaso político, donde el responsable único no es Daniel Ortega: hay una corresponsabilidad histórica para que después de tantos años estemos así, con un país tan rico como el nuestro, con una situación geopolítica verdaderamente envidiable. Es un país repleto de virtudes, en el que el gran capital de Nicaragua es el nicaragüense. Pero creo que los responsables del proyecto fracasado nuestro somos los mismos nicaragüenses.

¿Cómo te explicás que Nicaragua vuelva a vivir el horror por el que ya pasó?

Yo nunca había valorado tanto el protagonismo del nombre y el apellido como ahora, cuando tienen acceso a la alta política o al poder. Veía o leía a estos personajes de la política como anécdotas. Están los nombres oprobiosos y los célebres, está Marco Aurelio y está Somoza o ahora Ortega, tanta gente que podemos poner en ese recuento de horrores o prodigios que es la historia. Pero sí me he dado cuenta que es muy importante el nombre y el apellido de una persona que tiene en sus manos la posibilidad de un cambio en cualquier país.

Masaya ha sido una de las ciudades que más ha sufrido la represión de Ortega. ¿Qué sentiste cuando viste lo ocurrido en la ciudad de tu niñez?

Para mí Masaya es una especie de Florencia en nuestro continente, aunque suene a una hipérbole. Es una ciudad que estaba repleta de poetas, de músicos, atascada de eventos populares ecuménicos en los que participa la sociedad transversalmente. El español que se habla en Masaya es muy bueno, hay una soltura del lenguaje muy interesante. Y también estaba llena de personajes exóticos, de locos, de vagabundos fantásticos. Era un mundo muy florido, muy poético, con una geografía que hoy no existe, porque Masaya estaba rodeada de bosques. Mi mejor plan de fin de semana era ir con mi pandilla a hacer excursiones a esos bosques, bajar por esos bajaderos prehispánicos a la laguna para ir a nadar.

Bajaderos que sirvieron para huir de la represión. Hay quienes dicen que ahí fue asesinada mucha gente. ¿Cómo viviste esas noticias de la violencia contra tu ciudad?

Traigo esa herida abierta. Lo viví con mucho dolor, y sobre todo con mucha rabia, lo que pasó ahí. Hubo muertos que yo conocí, eran amigos míos, algunos de esos muertos eran gente que conocí tanto en mi niñez como en mis sucesivos viajes. Es muy difícil capturar en palabras la región de los sentimientos. Por eso soy artista que compone canciones y ahí vuelco mucho de lo que siento. Cuando ocurrió lo de Somoza no tenía las herramientas humanas que tengo hoy. Y hoy esto me ha afectado más que todo lo demás que yo recuerde de mi niñez y de mi adolescencia.

Decías que esta crisis ha afectado tu producción artística.

Estoy atorado. He intentado de todo. Me dije: tengo que hacer la canción que reúna todo lo que pienso de aquello. Pero no solo estoy atorado porque esa canción no sale, sino porque es un tema muy manipulable y eso siempre me ha dado mucho pudor escribir canción contingente. Admiro muchísimo a la gente que lo ha hecho, como el caso de mis colegas cubanos o el mismo Carlos Mejía, la banda sonora de la Revolución Sandinista y que ha dado piezas artísticas tan valiosas para el mundo. Yo tengo mucho pudor de eso. Se van es una canción que yo compuse hace ocho o diez años y termina anticipándose a algo. Ahora miro el texto y no puedo creer que la haya hecho hace diez años, sino que parece hecha urgente. Porque a mí me ha inspirado el amor, que también tiene mucho de revolucionario, de agitador, a pesar del dato cursi que tiene el tratamiento del amor en la música o en la poesía.

¿Qué papel creés que deben jugar los artistas, los intelectuales, frente a una crisis como la de Nicaragua? ¿Creés que deben tener una posición política o estar al margen?

Es inevitable la implicación. En este caso estamos hablando de derechos humanos. Me parece de un descaro brutal que todavía estén hablando de las derechas, del sandinismo, como queriéndolo llevar a un conflicto ideológico. Es poco probable que en este momento de nuestro siglo haya conflictos ideológicos en ningún lado. Aquí hablamos de derechos humanos. ¡No nos equivoquemos, por favor! Hay que ser serios en esto: estamos hablando de más de 300 muertos, de más de 500 presos políticos, de muchos lisiados, heridos, muchos hogares rotos en este momento entre el dolor y el odio y la rabia; un país dividido, un componente fanático: hay gente que por un tema clientelar ha sido manipulada de forma diabólica, como en su momento fueron manipuladas millones de personas en la Alemania nazi. La historia, como dice Mark Twain, no se repite, pero rima. Es la demonización del otro, del que no piensa como tú. Hay un orden humano que aparece en determinados ciclos de la historia y que hay que estar muy alerta contra eso. Entonces, cuando me preguntas si un artista o un intelectual tiene que implicarse, te respondo que por supuesto que sí: tiene que estar del lado de la gente, del lado de la idea de libertad, del lado de la idea del respeto, de la tolerancia, del lado de las madres que han perdido a sus hijos por un disparo en la garganta. Cuando veo a estos jóvenes encapuchados, gente pobre también, pegándole balazos a otro pobre, que va desarmado, pidiendo un cambio para su país con toda legitimidad, no puedo menos que tener una opinión y sobre todo estar de parte de una salida.

¿Cómo debe ser esa salida?

Una salida negociada que acabe con el horror de los presos políticos, con el horror de la persecución política, con el horror de la represión política, para evitar que periodistas vivan en el exilio. Y a la par crear el Estado que se merece Nicaragua, con el que ha soñado y se ha desangrado a lo largo de su historia: Un país democrático, ordenado, limpio, bien gestionado, en el que se atiendan a las enormes bolsas de pobreza y de injusticia de una nación de seis millones de habitantes. Yo diría que este es como el último dolor de un gran parto. Me pregunto si todas las contradicciones de tantos años han explotado para que a partir de ahora los nicaragüenses tengan el país que se merecen. Es el momento de hacer política en Nicaragua, de negociar, de sentarse a dialogar para llegar a un acuerdo que permita que el país salga de este hervidero, en el que los mismos protagonistas, los represores, ya se han visto en un callejón sin salida y saben que esto no puede durar para siempre. Ellos lo saben perfectamente. Y menos en un país que está en contra de la perpetuidad del régimen del presidente Ortega. Porque puedes fallarle en todo a un país, pero no le falles nunca en derechos humanos, porque en ese momento se suelta la ira mitológica que lo devora todo.